Defensa apasionada del humanismo. Un viaje a través de la historia.
Por Juvenal Cruz Vega. Director de la Academia de Lenguas Clásicas Fray Alonso de la Veracruz.
El humanismo clásico, cristiano y mexicano tienen contenido, raíz, tradición, trascendencia y perspectiva. Reúne la sophía, la sapientia y la ciencia. Es filantropía, erudición y virtud.
En esta parte de la disertación escribo muy apretadamente lo que he venido exponiendo en mis recientes conferencias a partir de mi libro Defensa apasionada del humanismo. ¿Qué es, pues, el humanismo? Es una palabra tan añeja como el mismo hombre: clásica, medieval, renacentista, moderna y posmoderna; griega, latina, europea, latinoamericana, prehispánica, mexicana, y popular a través del discurso político, tan repetido en la oratoria en tiempos de elecciones y de reuniones masivas.
El humanismo es una palabra mundial, cotidiana, rica en significado, en vida, propuestas, valores, conocimientos, instituciones, pueblos y naciones. Es una palabra culta, y desde aquí comienza el lenguaje aludido en esta disertación. Sin duda, la diacronía y la sincronía del humanismo mexicano nos ha reenviado a las escuelas y a las fuentes de la tradición humanística en sus vertientes concretas, desde el México contemporáneo, la Reforma, la Nueva España, el humanismo prehispánico, el Concilio de Trento, el Renacimiento, Constantinopla o la escuela medieval y escolástica, la latinidad o humanitas, la helenidad de Alejandría, hasta la paidéia en la época de oro de Atenas, y si se puede más allá de nuestras posibilidades históricas y culturales.
La frase inmortal del trágico romano Terencio Afer vuelve a resonar en las aulas de nuestras escuelas y en los micrófonos de la radio y la televisión, en las conferencias y en los foros, coloquios, convivia, banquetes, simposios y congresos: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. (Hombre soy, y pienso que nada de lo humano es ajeno para mí). Terencio Afer. Heautontimorumenos 77.
De una manera sucinta lo recuerda con tanta belleza el poeta mexicano Alfonso Reyes Ochoa al escribir: “Viaja la cultura, no se está quieta, por tres siglos funda sus cuarteles en Atenas; por otros tres siglos en Alejandría; madura por otros cinco en Roma; ocho reposa en Constantinopla. Y al cabo se difunde por el Occidente europeo, para después cruzar los mares en espera de la “hora de América”, hoy más apremiante que nunca” (La crítica de la edad ateniense (600 a 300 a. C.), Alfonso Reyes Ochoa, 1941, en Obras Completas, Vol. XIII, FCE, México, 1961. También véase: Por amor al griego, la nación europea, señorío humanista, siglos XIV-XVII, Jacques Lafaye, FCE, México, 2005, p. 21.).
En efecto, todo proyecto del humanismo debe poseer mucho o al menos, parte del humanismo histórico y originario que comienza con la paideia, la humanitas, la cultura y lo que se ha llamado originalmente humanismo a partir del Renacimiento. Por eso una de sus fuentes primarias es la tradición que implica varios elementos: lengua, cultura, religión, literatura, géneros literarios, escuela, ideario, maestro, discípulo, valores, virtudes, pensamientos, arte, educación, comunicación, enseñanza, aprendizaje, etcétera.
Un humanista que se exprese de esta forma debe ser un hombre bien formado y radical. Porque va a la raíz de la palabra, porque es un buscador de raíces, esto es, un polirrizo, pues hallando la raíz todo tiene sentido y salvación. Así es, con la raíz todo se reconstruye. No se trata pues, de un radicalismo en sentido despectivo y politizado, sino de una reflexión profunda que lleve el sello de un fenomenólogo, al ir a las cosas mismas, al fondo de los problemas, buscando la profundización y el análisis de la realidad.
Conforme al esquema del humanismo que he venido trazando a partir de la reflexión de algunos autores eje de la tradición, sobre todo, del evangelista san Lucas (Lc. 2, 39-52), del escritor romano Aulo Gelio (Noches Áticas, Aulo Gelio, XIII, 17, 1-3.) del humanista mexicano Alfonso Reyes en su Crítica de la edad ateniense, de Gabriel Méndez Plancarte en su brillante libro Humanistas del Siglo XVIII, de Mauricio Beuchot en su humanismo analógico y de Justino Cortés en su inculturación indígena, presento brevemente tres niveles del humanismo: filantropía, sabiduría y virtud.
La filantropía, además de una cierta bondad y una benevolencia común entre todos los hombres, es una misericordia a los pobres olvidados, abandonados, incomprendidos y mal aprovechados. Es una sabiduría viva que se trasmite de persona a persona, de tu a yo y de yo a tu, para que los valores se hagan un nosotros. Esa sabiduría es la helikía de la que hablan los siete sabios de Grecia, de la que refiere san Lucas al subrayar el crecimiento de Jesús, es la aetas de la que vierte san Jerónimo en la Vulgata, es la sabiduría que se asimila con la edad a través del crecimiento y del progreso en la casa y en la familia, en la cual los maestros son los padres y los discípulos son los hijos. Es la bondad y la benevolencia de la humanitas, de la que habla Marco Tulio Cicerón al referirse al señor asiduo del ámbito de las villas romanas: Boni assiduique domini villa semper abundat porco, haedo, agno, gallina, lacte, caseo, melle (Cic. C.M. 16, 56). (La villa de un señor bueno y asiduo siempre está refleta de puerco, cabrito, cordero, gallina, leche, queso y miel).
De una forma sencilla y sintética, el humanismo como filantropía se expresa por su jerarquía de valores del siguiente modo: “En la casa se aprende a saludar, dar gracias, ser limpio, ser honesto, ser puntual, ser correcto, hablar bien, no decir peladeces, respetar a los semejantes, ser solidarios, comer con la boca cerrada, no robar, no mentir, cuidar la propiedad personal y la ajena, ser organizado. En suma: ser hogareño, cuidar a la familia y educarla lo mejor que se pueda”. En esto fueron ejemplares los griegos en tiempos de Sócrates y Pericles, los romanos en tiempos de Vespasiano y Domiciano y Marco Fabio Quintiliano, y los cristianos de los primeros siglos con el nacimiento de las escuelas y sus planes de estudio, inspirados en las ludi romanas. Pues allí le dieron mucha importancia a la formación que se daba en la casa, lo cual era llamada la primera escuela. (Véase Inst. 1,1,1-6 de Quintiliano).
En cambio, el humanismo como erudición es la sabiduría o el conocimiento de la escuela que viene a profundizar mayormente a la filantropía. Es el estudio, la sophía, la sapientia y la ciencia. En la tradición y en la memoria histórica es la paidéia, el helenismo, la humanitas, la cultura y el humanismo. Y se encuentra esparcida en diversas vertientes concretas. Tres de ellas son un paradigma, por eso insisto que el humanismo clásico, cristiano y mexicano, como dije en el exordio de la disertación tiene contenido, raíz, tradición y trascendencia. Es filantropía, erudición, virtud y, sobre todo, el humanismo como erudición tiene el privilegio de acudir a la formación de las lenguas clásicas, de las lenguas modernas, de las lenguas originarias y de la filosofía con toda la sabiduría que ella contiene.
En efecto, puede hacerse un humanismo integral, como ya lo había advertido Jacques Maritain en su Humanismo integral (Ediciones Carlos Lohle, Buenos Aires, 1966, 234 pp.), porque reintegra la actividad humana a la actividad intelectual, y la filantropía deja de ser un simple altruismo o un amor al hombre abstracto y empobrecido. El estudio le da mayor reflexión y entonces el humanismo se vuelve una praxis y una teoría recíproca.
De una manera sucinta se trata del humanismo que se adquiere en la escuela (la segunda escuela) con su propia jerarquía de valores, clara y distintita a la jerarquía de la casa, donde se aprende a leer y a escribir. Se estudia matemáticas, español, música, ciencias, humanidades, ciencias sociales, educación cívica y ética, lenguas clásicas, originarias y lenguas modernas. Si se puede se estudian los valores como el antiquísimo trivium y quadrivium de la tradición histórica desde Atenas hasta el inicio del siglo XX, donde se reviven los principios del humanismo histórico: el amor a la patria, el amor a Dios y el amor al hombre. De este modo, se refuerzan los valores que los padres de familia nos han transmitido de generación en generación. Aquí es aleccionador el escritor romano Aulo Gelio cuando explica el paso de la φιλανθρωπία a la παιδεία y a la humanitas (Noches Áticas, Aulo Gelio, XIII, 17, 1-3.
El filósofo mexicano Mauricio Beuchot con su ejemplo y su aportación nos obsequia un fragmento que puede embellecer y esclarecer esta parte del humanismo: “El humanismo vuelve cada vez más fuerte. A pesar de las críticas de Heidegger en su Carta sobre el humanismo, discípulos suyos, como Ernesto Grassi, se han opuesto al maestro. Se ve la necesidad de un nuevo humanismo. Desde mi perspectiva filosófica, tiene que ser un humanismo analógico, que no vaya contra la ciencia-técnica, pero que rescate los valores más altos del ser humano, que es lo que ahora nos hace tanta falta”.
La sabiduría divina (la tercera escuela) no viene a contradecir las dos partes anteriores, mejor aún, viene a darles plenitud. Porque el hombre no está aislado, no sólo es existencia, vivencia, un ente biológico o un ser pensante que perfecciona su sabiduría en la escuela a través de la erudición. Es lo más perfecto que hay en la naturaleza, es imagen de Dios, porque tan infinitamente regalador es Dios, que decide tomarse a sí mismo como modelo para crear al hombre, a fin de que éste se parezca a Él y de este modo conferirle la máxima dignidad y honra. Dios se regala a sí mismo. Hay un hermoso fragmento del filósofo español Carlos Díaz al respecto: “A partir de ese momento el ser humano se convierte en imagen de Dios, tiene aire de familia divina. ¿Para qué? Para que quien vea al hombre pueda imaginar analógicamente a Dios. Para que quien piense en Dios pueda pensarlo a través del hombre”.
De una manera sucinta se trata del humanismo que se adquiere en la religión más alta: con una clara y singular jerarquía de valores. Es lo que Marco Tulio Cicerón había asimilado al decir que la piedad y la religión le dan superioridad al hombre frente a todos los pueblos a través de los valores. Véase el siguiente y hermoso pasaje: Pietate ac religione omnes gentes superavimus (Cic. Har. 9, 19). (Hemos vencido a todos los pueblos en piedad y en todas las cosas sagradas).
Así, pues, desde allí se aprende a dar gracias a Dios, a amar a Dios y al prójimo, a respetar y santificar a los padres, a santificar y a darle prioridad a la familia. Aquí se estudia la formación humana, la educación en la fe, la formación espiritual. Aquí tienen sentido las cuatro áreas de formación de la historia del humanismo clásico y cristiano: la formación humana, patriótica, académica y espiritual. Todo con alegría como advierte el apóstol Pablo, cuando dice: “en todo les he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús que dijo: pues hay mayor alegría en dar que en recibir”. (Hech. 20, 35).
Visto así, el humanismo clásico, cristiano y mexicano lleva consigo una seria axiología, fundada en una onto-antropo-teología: en la filosofía del hombre, en la metafísica y en la filosofía de Dios. Por eso el verdadero humanismo es sinergia y trascendencia, tal como habían expresado el gran humanista mexicano Gabriel Méndez Plancarte y el filólogo alemán Werner Jaeger en su Paidéia. Es muy diferente al humanismo posmoderno, el cual llama a todos los demás: clasista, como un arma de salida para esquivar el diálogo y la comunicación, y quitarle la palabra al auténtico humanista.
Además, el valor de la persona y el valor del amor que sostiene el núcleo de su pensamiento, le da un sesgo eminentemente profético, porque los valores si son humanos y universales, han de ser trascendentes y nunca conocerán su decadencia.
Un hombre reformado con esta actitud tiene un carácter profético, porque es un defensor del hombre y de los valores superiores de la humanidad, y que en otro tiempo han defendido las culturas avanzadas. De otra forma, anuncia la buena nueva y la liberación a los hombres; pero también, denuncia el mal y el error donde quiera que se encuentren. En sentido positivo es un mensajero que va corriendo por las montañas, anunciando la buena nueva, pues, a decir verdad, esta expresión abarca todos los valores, como dice el doctor Justino Cortés Castellanos al referirse a los hombres que defienden los valores supremos en todas las culturas, y parafraseando al profeta Isaías: “Felices los que oyen a un mensajero que va corriendo de un lugar hacia otro, anunciando la liberación a los hombres”. (Isaías 52,7).