Un eterno ser objeto y amante.
Por Ricardo Caballero de la Rosa
IV. Final
Objeto y amante, sentados frente a frente y, juntos, frente al mundo, hacen del tiempo que cruza el tiempo que acontece, un tiempo de existencia, del ser, un comienzo y un fin simultáneos, la vigencia del enjambre sobre sus alas diminutas del universo.
Una divinidad extiende así su manto, el arquetipo de la usanza, la gloria del abrazo, el principio del amor. Pensamiento y sentimiento en pos del orden que existe y rige. Un corazón creciente. La divinidad del mundo en su madurez exquisita. Cada paso narrado. Las fibras del corcel. El círculo que rompe cuando la cola es comida por la propia serpiente que devuelve el paraíso inicial. Nacemos. Morimos para renacer. La vida es su continuo despertar y dormir.
No podía ver. Aconteció sin darme cuenta. Un claro donde la tarde se perdía en lo borroso de la realidad. Con el aire que depura el jazmín, toda búsqueda es ya gesto de una espera antigua. El amante vio el lugar de su destierro: la patria de todos sus naufragios y la tierra prometida donde cada ruina tiene nombre de flor y cada flor es un susurro caliente entre los pliegues de la piel.
Ella, al mirarlo, sonrió como si recordara su primer desnudo. La promesa como alarido sorpresivo. Se acercaron sin miedo, con el primer asalto, tibio y tembloroso, con aquella carne que ya sabe su propio nombre y el núcleo de su disparo. La cereza cósmica.
Al silencio siguió el baile … ¡y el baile!
—¡A bailar, que se acabe el mundo!
Y ella, entre una sonrisa y una reverencia burlona, respondió:
—¡Que se acabe, con el ritmo que cruza nota y sentimiento, creación e interpretación de la ropa desprendida que hace la cúpula de la cobertura divina!
Una danza sin reglas ni futuro, sin púlpitos ni amor, solo la eterna promesa del cambio y de la invención creyente. El mundo, atónito, los mira sin poder ver. Como yo, que danzo sin ver desde aquel espectáculo creado. Como ella, que se pierde en el más allá. Ensimismados. Ellos, los demás, instalados en su absurdo. Yo en el inicio fecundo de las ruinas del baile que fue. Ambos en la risa, en el recursivo amor, en la nota que aspira su propio ritmo creador.
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